Después de Barcelona, la exposición Pasolini Roma recalará en París, Roma y Berlín, en un recorrido cosmopolita en el que los más urbanitas podrán gozar de una verdadera historia de amor a la ciudad.
La exposición Pasolini Roma entronca con una larga tradición del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, la de retratar a autores universales a partir de su propia ciudad. Esta mezcla de lo universal con lo local, buena muestra de cosmopolitismo urbanita, se trasluce, además, en la diversidad de los comisarios ─el francés Alain Bergala, el figuerense Jordi Balló y el romano Gianni Borgna─ y en el recorrido que la muestra tiene programado. Tras dejar Barcelona, se exhibirá en otras tres ciudades europeas de la mano de las instituciones que la han coproducido. Así, hasta enero de 2014 estará abierta en la Cinémathèque Française de París, entre marzo y junio del mismo año podrá verse en el Palazzo delle Esposizioni de Roma y, por último, el Martin-Gropius-Bau de Berlín la acogerá hasta comienzos de 2015.
Pero, más allá de la producción, la exposición es en sí misma un manifiesto cosmopolita que declara ante versados y profanos una profunda convicción del urbanita: la ciudad más universal es la concreta. La auténtica ciudad es la que uno pisa, la tangible, hecha de gente real y de lugares vividos, de esquinas gastadas y dialectos arrabaleros. Es una ciudad promiscua y huidiza, que rechaza la forma acabada, que no es exclusiva de nadie, que sobrepasa cualquier marca o postal, que ni siquiera cabe dentro de la idea que tiene de sí misma. La exposición es una declaración de amor a la ciudad. No un amor platónico, idealista, chovinista, sino el amor carnal, feroz y bruto con el que Pasolini desnudó a la ciudad imperial y vaticana y la hizo gozar de sus vergüenzas más ocultas. Momento a momento, barrio por barrio, la pasión que vivieron el poeta y Roma queda marcada a carne y fuego en una historia tortuosa, de arrebatos y desengaños, de alejamientos y reencuentros, y de la que tanto el uno como la otra salieron transformados. Roma hizo a Pasolini, pero Pasolini refundó Roma.
Como tantos otros recién llegados que nutren las ciudades y las convierten en lo que son, cuando Pasolini llega a la estación de Termini, en enero de 1950, lo hace en condición de forastero, pobre y desarraigado. Lo habían expulsado de Ramuscello, en su Friuli natal, donde todavía se confundía la homosexualidad con la pederastia. En seguida queda cautivado, presa de un entusiasmo que lo lleva a creer que «Roma es divina». Pero la trascendencia puede ser muy mundana a ojos de un poeta o de quien lo tiene todo por hacer sin tener nada que perder. Pasolini llega virgen, pero armado con una mirada sedienta que le permite ver lo extraordinario en lo que otros encuentran ordinario. La exposición explica cómo, en su barrio de acogida, el suburbio que rodea la cárcel de Rebibbia, descubre el mundo subterráneo de las borgate. Se sumerge en su jerga deslenguada, su subcultura violenta o su sexualidad desahogada, fuentes de inspiración que, a partir de su primera novela, Ragazzi di vita (1955), le abren las puertas al reconocimiento de la intelectualidad romana. Le periferia, hasta entonces ninguneada por la cultura oficial, es la llave con la que Pasolini conquista a la Roma central.
Pero, una vez dentro, no se acomoda. Librepensador recalcitrante, eterno errante, siempre huye de la autocomplacencia y abjura de certidumbres. Nunca deja de provocar a la ciudad para que se descubra a sí misma, para que se reconozca tal como es. Si su ópera prima introduce a putas y granujas en la literatura italiana, en la trilogía con la que se inaugura su carrera cinematográfica ─Accattone (1961), Mamma Roma (1962) y La ricotta (1962)─, barrios populares como el Pigneto, el Testaccio, el Parco degli Acquedotti o la Tuscolana se ganan un lugar en el cine italiano. Para Pasolini, Roma no fue nunca un mero telón de fondo, un decorado que edulcora las historias para que sean más fáciles de tragar. Calles y plazas, autopistas y solares, eran la materia prima de sus obras. La exposición retransmite de manera minuciosa cómo el poeta va cambiando de barrio, trabajando en el remoto Ciampino, dejando Rebibbia por el mestizo Monteverde, en la zona de Gianicolense, con vecinos como los Bertolucci, y, más adelante, escogiendo el polígono de paisaje fascista del EUR.
Roma entera es su casa y, como tal, a veces le queda pequeña. Al volante de su coche, cámara y micro en mano, se escapa desde Milán a Palermo, pasando por Módena, Bolonia, Florencia y Nápoles, para escudriñar la sexualidad de los italianos. En Uccellacci e uccellini (1965-1966), sigue alejándose del centro, acompañado por Totò y Ninetto Davoli ─su amor humano─, para explorar la periferia y averiguar qué queda del campo romano. Más allá, comprueba cómo, salvo los indomables napolitanos, toda Italia se desclasa y se aburguesa. La cultura marginal y auténtica sobre la que había edificado su obra es absorbida, sucumbe, se desintegra. Se confirma la peor sospecha de Pasolini: el verdadero fascismo es la sociedad de consumo y esta vez sí está pudiendo con Italia.
Decepcionado con Roma, se escapa con otras amantes. La India y África, París y Nueva York, lo entretienen durante un tiempo, aunque acaba volviendo a casa, resignado a mantener una proximidad distante. Desde aquí, quién lo hubiera dicho, traiciona a la ciudad ─y quizá a sí mismo─ redoblando la fantasía burguesa de poseer una segunda residencia. Se hace construir dos casas a una hora de Roma: una de ellas campestre, al norte, entre Orte y Viterbo; la otra costeña, al sur, cerca de Sabaudia. Lo cierto es que Roma tampoco fue nunca una compañera fiel e incondicional. Si desde el primer flechazo se dejó seducir por las provocaciones del poeta, desde el mismo instante se hizo la ofendida, hipócritamente escandalizada, sin cesar de acusarlo y recriminarle sus excesos. A lo largo de un calvario de treintaitrés procesos, la justicia romana no consiguió acallar a Pasolini. Fue más bien ella la que enmudeció demasiado a partir del 2 de noviembre de 1975, cuando el poeta fue asesinado, en circunstancias nunca aclaradas, en un solar apartado del puerto de Ostia. Murió en la periferia ─se diría que haciendo el amor─, en la parte que siempre había preferido del cuerpo de su amada.
David Bravo │ Traducción de Maria Llopis