¿Qué diferencias y similitudes tienen la revolución de la Primavera Árabe y el asalto al Capitolio de enero de 2021?
En enero de 2021, una turba de individuos entró por la fuerza en el Congreso de Estados Unidos para tratar de detener la confirmación del presidente electo Joe Biden. Había música y y la gente iba con camisas hawaianas, gorras naranjas, máscaras de la Rana Pepe y banderas de Vietnam del Sur. Un chamán lanzaba cánticos ataviado con un gorro de piel de bisonte y había puestos con bebidas, parches y camisetas con eslóganes como “Trust the Plan”, “Save the Children” y las letras Q, MAGA y WWG1WGA. El ambiente era alegre; el maquillaje festivo. Más que una protesta o un golpe de estado, aquello parecía una rave.
En uno de los numerosos vídeos que documentan el asalto, se ve a un grupo de civiles con indumentaria militar entrando armados en el Capitolio comunicándose con walkie-talkies. Hablaban de colgar de una soga al vicepresidente Mike Pence por no haber impedido la certificación del presidente electo. Lo acusaban de traición, comentaban la cobertura mediática del asalto y se despidieron cariñosamente con un “ten cuidado, que Dios te bendiga”. Un hombre con un chaleco amarillo entró y se paseó con la bandera de los Estados Confederados, aquellos siete que lucharon contra el fin de la esclavitud en la Guerra de Secesión.
Diez años antes, un grupo de 15.000 personas se acercaron a la plaza de la Liberación, la plaza Tahrir, en el corazón de El Cairo, convocados por una coalición de movimientos civiles, asociaciones de estudiantes, activistas de derechos humanos, centros cívicos y clubs de fútbol. No buscaban a nadie ni llevaban armas. Exigían la dimisión del ministro de Interior, el final del estado de emergencia permanente y un límite presidencial que pusiera fin al régimen de Hosni Mubarak. Durante los siguientes cinco días, la manifestación fue creciendo a decenas de miles de personas, mientras las fuerzas de seguridad egipcias cargaban sobre ellos con balas de goma y cañonazos de agua, gases lacrimógenos y cañones acústicos de 151 dB capaces de perforar un oído de forma permanente y producir ceguera temporal. Los manifestantes se defendieron con piedras y ladrillos. El último día de enero había 250.000 manifestantes en la plaza; el primero de febrero ya eran un millón. Diez días más tarde, el vicepresidente Omar Suleiman anunció que Mubarak había transferido el poder a las fuerzas armadas.
En los diez años que separan la Primavera Árabe del asalto al Capitolio, la ola democrática se ha dado la vuelta; así suele funcionar la historia. La respuesta a los movimientos populares materializados en partidos como Podemos en España y Syriza en Grecia fue encarnada por aquellos que apoyaron a Donald Trump en Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil, Narendra Modi en la India y Viktor Orbán en Hungría. El miedo ha vuelto a cambiar de bando y la revolución ha cambiado de lugar: ha salido de la plaza y se ha instalado en la red social.
La red social es tan diferente de la plaza como el asalto al Capitolio de Estados Unidos lo es de las protestas de la plaza Tahir. “Las manifestaciones masivas se distinguen de otras grandes multitudes porque se congregan en público para crear su función, en lugar de formarse en respuesta a una función determinada”, escribía John Berger en 1968. A diferencia de una huelga o una rave, la manifestación “es una asamblea que, por el mero hecho de reunirse, toma posición de ciertos hechos dados”. Los hechos que reunieron a los egipcios fueron la realidad cotidiana y compartida de la dictadura, el hambre, el desempleo y la violencia. La función del asalto al Capitolio estaba premeditada y se había construido sobre una constelación de ficciones interrelacionadas creadas con la misma intención. Principalmente, que el coronavirus no existe, que las elecciones han sido robadas por una red de poderosos demócratas satánicos, pedófilos y caníbales, y que Donald Trump es un héroe solitario que lucha contra las cloacas del Estado para proteger a los niños y salvar la nación. Ficciones creadas y distribuidas de forma masiva y clandestina en campañas que no salieron en la radio ni la televisión, sino que fueron invisibles para el resto de los ciudadanos, los medios y las autoridades, pero visibles y rentables para Facebook, su principal canal.
La Primavera Árabe no se gestó en Facebook; el asalto al Capitolio sí. No en la web oscura ni en plataformas “especiales” como Parler, Gab o Voat, ni en foros “especiales” como 4Chan o 8kun, sino las dos plataformas globales masivas —Facebook y YouTube— que distribuyen suficiente desinformación como para que personas decentes salgan a la calle sin mascarillas, dejen de vacunar a sus hijos y entren armados a una pizzería; suficiente para que personas trastornadas maten a decenas de desconocidos en una sinagoga, un colegio o un club. Son dos monocultivos informativos donde el miedo prospera en la sombra canalizado por el oportunismo político y aflora oportunamente en forma de violencia colectiva.
Sin embargo, sí se parecen en una cosa. Las fotografías y los vídeos publicados por los asaltantes al Capitolio para celebrar su triunfo han sido rastreados por las autoridades para identificar al mayor número de asaltantes, de igual modo que hicieron los nuevos regímenes que sustituyeron a la revolución para detener a sus líderes y hacerlos desaparecer. También se parecen en que las dos fracasaron por los pelos. Hace diez años sobrevaloramos la fragilidad del autoritarismo, deseando que las herramientas de la globalización y la marcha imparable de la historia fueran suficientes para sofocarlo. El 6 de enero de 2021, el día del asalto al Capitolio, aprendimos que también la democracia es frágil, y que el oportunismo nihilista que domina la última versión del capitalismo bastaría para destruirla.
Hace diez años, la integración del mundo árabe al mercado global marcado por el acceso masivo a las telecomunicaciones puso en alza la virtud democrática frente al régimen. Hoy la crisis económica, el oportunismo financiero y la pandemia han condenado al paro permanente a muchos de quienes ahora planean el próximo asalto, dejando que su miedo y su humillación sean presa fácil de las noticias falsas, las campañas oscuras y las mentiras de líderes como Trump. Así se explica cómo la lucha de clases creó en Estados Unidos las circunstancias y las condiciones que permitieron a un personaje mediocre y grotesco representar el papel de héroe. Con la crisis, dos generaciones de obreros estadounidenses perdieron su trabajo en un país que abandona y deshumaniza a su excedente laboral.
Todo eso podría cambiar. Las mismas estructuras que intoxican la imaginación colectiva podrían revertirse para proporcionar consuelo y apoyo en lugar de odio, miedo y autodestrucción. Sin embargo, alguien tiene que pagar por ellas, al igual que han pagado por las otras. Porque Facebook no es ni nunca será la plaza, sino la simulación de un centro comercial. La plaza es el lugar donde están tus vecinos, tu verdadera comunidad.