En las masificadas ciudades del sur global, donde vive la gran parte de la población urbana del mundo, el “distanciamiento social” prescrito por los protocolos sanitarios del norte es prácticamente imposible de cumplir.
Las condiciones de la pandemia han generado un imaginario disparatado: distópico, utópico, utilitario, planetario. Ante un acontecimiento global de este tipo observamos una tendencia a pensar en términos épicos, un pensamiento obstinado que no pretende meramente paliar los trastornos ocasionados sino que tiene algo del orden y de la envergadura de la propia pandemia. Totalidad, catástrofe, circulación. Por un lado, reconocemos el deseo que se expresa en afirmaciones y certidumbres épicas y analíticas, y, por otro, recelamos de su exceso, su romanticismo, y la prisa por hacer un diagnóstico que enciende, determina, y guía nuestra imaginación.
Hemos comenzado el artículo apostando por una lectura y unas reflexiones diferentes. Queremos acabar con todo el trasiego de planificar y pronosticar, de proyectar e igualar, para observar y ver lo que pasa en Delhi, São Paulo, Yakarta y Johannesburgo, las ciudades que hemos estudiado y con las que hemos trabajado durante mucho tiempo, pero también en otras como El Cairo, Manila, Lagos, Karachi. La perspectiva de «aquí» es la de la historia de los planteamientos globales coloniales e imperiales de la extracción y la creación de riqueza, y la historia de la formación de las elites nacionales que han determinado que las mayorías urbanas vivan con recursos mínimos, vulnerables a los pequeños cambios en las formas de organización social y económica. Así, queremos dirigir nuestra mirada a esos «mundos de la vida» [los Lebenswelten de Husserl], que no pueden ser divididos tan claramente en un «antes» y un «después» de la pandemia, y donde la «crisis» y el «día a día» no se pueden separar tan fácilmente. Lugares donde esos dos mundos más que detenerse han continuado con situaciones en las que hay cada vez más imprevistos, que han provocado reordenamientos con procesos masivos de microespeculación y riesgos agravados. En vez de centrarnos en las narrativas totalizadoras y singulares que ha producido la pandemia, insistimos en centrarnos en las formas cotidianas de la vida colectiva, es decir, una manera de entender la pandemia y el mundo en sintonía con las experiencias y los procesos urbanos del sur.
Proponemos la vida colectiva como tema para un análisis que creemos que se centra en lo que se tiene que centrar: en cómo la mayoría urbana intenta sobrevivir y salir adelante haciendo frente a las estructuras de desigualdad, ahora marcadas con la nueva impronta de la covid-19, pero en las que se mantienen también formas más antiguas de distanciamiento y exclusión. Las disposiciones pandémicas agravan los existentes racismos estructurales, las desigualdades de clase y las jerarquías de género y sexo, sobre los que se han construido las masificadas ciudades de las colonias, el Tercer Mundo, el sur global.
No hubo confinamiento
Cualquier periodista que haya trabajado un día durante este confinamiento dirá que no hay confinamiento. Por un lado, tenemos la versión Disney de nuestras tasas de infección, que quedan bien sobre papel… Y, por otro, tenemos a la mayoría de la gente de Sudáfrica, que pasan el día con su mascarilla en la barbilla, y que reniegan de unas restricciones que, al fin y al cabo, no les protegerán de nada.
Para la mayoría de ciudadanos del sur global, donde vive gran parte de la población urbana del mundo, el «distanciamiento social» prescrito por los protocolos sanitarios del norte es prácticamente imposible de cumplir. En un mundo imaginario, existe una proyección en la que las personas disponen de una casa donde pueden aislarse y trabajar, donde los niños pueden recibir clases vía Zoom, donde se tienen ahorros que permiten sobrevivir sin nuevos ingresos durante los días de confinamiento y donde uno se puede lavar las manos fácilmente. Los llamamientos a «quedarse en casa» y «trabajar desde casa», además del diseño de «confinamientos» que restringen la movilidad como práctica epidemiológica preventiva, basan su imaginario en ordenaciones urbanas, en formas construidas, en «mundos de la vida» económicos del norte y en los barrios elitistas que llevaron la covid a las ciudades del sur. La covid-19 fue introducida en las ciudades del sur global por miembros de las elites que habían viajado a Europa y a China. Se expandió desde los barrios de clase alta a las zonas pobres de la ciudad, llevada con frecuencia por los trabajadores del hogar que contrajeron el virus de sus empleadores ricos. Esta direccionalidad ha creado formas de ver el virus y maneras de darle una respuesta que siguen un paradigma del norte y de la elite.
Estos imaginarios paradigmáticos de elite tienen finas raíces en ciudades donde la autoconstrucción, las infraestructuras y los servicios de mala calidad, y las economías locales, diversas y sumergidas, sumadas a la imposibilidad de pagar una vivienda, definen las condiciones de vida de la mayoría. Aquí ha existido una relación larga y no resuelta entre los conceptos de «hogar» y «trabajo», entre espacio privado y espacio público, incluso entre quién y qué es la familia o la unidad doméstica. Las familias y los subarrendados, amigos y extraños, duermen en cuartos de baño y cocinas, comparten sofás y camas, trabajan en el espacio público y en casas ajenas, y ellos mismos viven en casas que a menudo están en proceso de construcción o reforma, según los recursos y los materiales que estén disponibles en cada momento. En la India urbana, en el 65% de los hogares con más de tres miembros, estos conviven en menos de dos habitaciones. En Yakarta, enormes mercados móviles informales en pequeños espacios urbanos suministran comida e infraestructura económica a la mayoría de los residentes en la ciudad. En Johannesburgo, los patios de las pequeñas casas de los townships, poblados por gente no blanca, se llenan de chabolas de chapa de hierro corrugado, que comparten tomas de electricidad y agua y, por lo tanto, no encajan en los modelos heredados de «hogar». Representan la historia colonial del sistema de los trabajadores migrantes negros que reorganizó desde la base las unidades domésticas y las familias negras surafricanas que ya se movían a través de numerosas estructuras y grandes distancias, haciendo así insostenible la idea de una única unidad doméstica.
En estas ciudades, salir adelante significa poder moverse, cada día, en solitario o con otras personas, para estar preparados para el comercio, el skarrel (ajetreo), el trasiego para conseguir agua, comida, trabajo, para ocuparse de los desechos, del cuidado de los niños, de los datos y la documentación para ese día, esa semana, o simplemente por un poco más de tiempo. Todas esas maneras de hacer posibilitan la vida cotidiana en la urbe del sur y constituyen el núcleo de lo que queremos expresar con la vida colectiva. Las denominamos así precisamente porque se trata de operaciones y maneras de hacer que, aunque también las incluyen, van más allá de las instituciones formales, las organizaciones cívicas y las asociaciones de voluntariado a las que pertenecen los individuos. La vida colectiva urbana es un amplio tejido de relaciones, iniciativas, esfuerzos, formas de prestar atención, de unir fuerzas, invirtiendo tiempo y recursos, que tienen lugar como cuestiones de organización intencional, pero todavía más importante, como una serie de prácticas que las personas llevan a cabo para gestionar su existencia cotidiana dentro de las ciudades. Sin acceso a los coches privados para llegar a las tiendas de comida, sin tarjetas de crédito para pedir comida a domicilio, y sin dinero o espacio de transporte suficiente para comprar en grandes cantidades o para almacenar durante mucho tiempo, conseguir comida supone muchos, muchos viajes arriba y abajo. Pedir prestado dinero a un amigo que vive cerca, que tuvo que hacer una larga cola para sacar efectivo del cajero automático, pagar el billete de un rickshaw o de un minibús, a veces pasándole el importe a tres o cuatro pasajeros hasta que llega al conductor, pagar en efectivo en el mercado en varios puestos para conseguir las mejores ofertas. Pensemos en la cantidad de manos por las cuales deben pasar los billetes y las monedas para que la gente pueda comer. La simple velocidad del intercambio y la circulación para proveerse de los recursos más básicos reduce por completo las intenciones de las regulaciones del confinamiento.
Estas maneras de hacer producen tipos particulares de urbanismo. Son la encarnación espacial y material de unas vidas que requieren de un movimiento constante, que se adapta a cambios estructurales micro y macro que, al fin y al cabo, se sienten por igual. La pandemia no ha vuelto vulnerables a los residentes, como a veces se infiere de comentarios recientes. La mayoría urbana siempre ha sido vulnerable, una condición que se ha agravado en las últimas décadas. Lo que sí ha hecho la pandemia es erosionar profundamente las formas de organización que crean y recrean esas maneras de salir adelante, esas formas de vida colectiva, dejando así los barrios y a los individuos con la urgencia de reorganizar rápidamente procesos que ya de por sí eran débiles y plurales. Medidas como los confinamientos, que buscan una inactividad e inmovilidad imposibles y que tienen pocas raíces en los urbanismos de nuestras ciudades, más que ayudarles, les han complicado la vida todavía más. El diseño de los confinamientos —como antes las prácticas estatales y la planificación— entiende mal la vida urbana cotidiana en las ciudades del sur, con lo que hace más profundas las líneas de fallas de la desigualdad. La suma de lógicas anteriores en condiciones de pandemia y la aplicación de directivas sanitarias imposibles de cumplir han llevado a unos niveles crecientes de criminalización de la mayoría urbana, ya que la policía se erige como el vector para obligar a su cumplimiento; a circuitos epidemiológicos que soportan el peso de los prejuicios religiosos y raciales, y a esfuerzos bienintencionados que pretenden ayudar pero que derivan en interpretaciones muy erróneas de la vida urbana.
Reorganización
A medida que la pandemia y las respuestas estatales han dado lugar a nuevas condiciones estructurales a lo largo y ancho de nuestras ciudades, los residentes se han apresurado en organizar y reorganizar sus vidas de maneras diferentes que exigen nuestra atención. En Yakarta, algunas comunidades se han esforzado en «anunciarse» a sí mismas y sus condiciones, para hacerse visibles a los estados, las ONG y los medios de comunicación, como una forma de tener acceso a los recursos. Han creado pequeños públicos en sitios de crowdfunding o han hecho circular archivos JPEG en WhatsApp y Facebook, que han dado como resultado numerosas pequeñas aportaciones. Otros hacen lo contrario: se basan en redes de autoridad dispersa, toma de decisiones no muy transparente pero también altamente participativa, colaboraciones discretas entre actores e instituciones sin acuerdos oficiales, todo ello para mantener abiertos unos canales flexibles de obtención de recursos. Otros ni siquiera funcionan como parte de comunidades reconocibles: se concentran en intercambios coordinados con amigos, familiares y otros contactos a través de grandes extensiones del territorio urbano, aprovechando oportunidades a corto plazo aquí y allá.
La dependencia de formas locales de recursos y redes ha sido necesaria tanto para la gente como para los gobiernos locales a la sombra de un abandono total a nivel nacional. El lenguaje y la idea de la pandemia se negocian en el ámbito nacional, pero los gobiernos nacionales han sido en gran medida ineficaces a la hora de crear respuestas serias que protejan a la mayoría. Lo regional, la alcaldía, y en particular el barrio, a menudo sin conexión administrativa o práctica con la gobernanza nacional, han sido los ámbitos de una respuesta significativa. En Brasil, Bolsonaro ha negado la gravedad de la pandemia, no ha mostrado ninguna compasión por los miles de muertos, y ha socavado iniciativas para controlar el contagio, impulsadas por los gobernadores locales y estatales. Los residentes de las periferias urbanas densamente pobladas han ideado alternativas de todo tipo para cuidarse a sí mismos. Algunos de sus líderes vehiculan su sentimiento de abandono y la urgencia para resistir y actuar, mediante la puesta en práctica del lema: «¡nós por nós!» (¡Nosotros para nosotros!). En São Paulo, se movilizaron para recoger y distribuir alimentos; se fabricaron mascarillas, gel, y jabón para ser repartidos entre los vecinos; se inspeccionaron barrios para identificar y aislar a los enfermos; se encontraron maneras de pagar colectivamente a los médicos, y se siguieron órdenes de toque de queda dictadas por el crimen organizado. Mientras tanto las personas continuaron trabajando: eran necesarias por todas partes para los servicios de limpieza y reciclaje de la ciudad, como trabajadores sanitarios, policías, guardias privados, y el ejército de mottoboys siempre de guardia para entregar medicinas, alimentos, comida para llevar y todo lo que se compraba en línea para los que podían quedarse en casa.
Esto se repitió en Johannesburgo, donde con los comedores escolares suspendidos fueron las tías y las madres en cocinas de barrio las que reunieron con mucho esfuerzo los fondos que encontraban disponibles en las redes para cocinar y distribuir alimentos, luchando contra un despliegue policial ampliado y unas regulaciones nacionales que amenazaban con cerrar sus cocinas y criminalizar el único tipo de trabajo asistencial que estaba evitando una grave crisis de hambre. Para afrontar la covid-19, el gobierno nacional anunció una pequeña prestación económica, previa comprobación de los medios de subsistencia, pero ha sido incapaz de ponerla en práctica. Mientras los esfuerzos para prestar auxilio a escala nacional fracasan y tropiezan, la labor de cuidar a las personas recae, como siempre pero ahora con más intensidad, en las redes de ayuda mutua y de responsabilidad vecinal. En un asentamiento informal en las afueras de Johannesburgo donde viven muchos inmigrantes africanos, una red de voluntarios de ONG, empresas y comunidades creó un punto de distribución local informal de 8.000 paquetes de alimentos. Imágenes captadas por un dron de una compañía de seguridad local mostraba la cola de tres kilómetros de personas que esperaban para tener acceso a los paquetes, durante todo el día, sin mascarillas ni equipos de protección individual (EPI) a pesar de que la posibilidad de recibir algo al final era mínima.
En las ciudades de la India la imagen más impactante de la pandemia es la de la salida de cientos de miles de personas que intentan abandonar las ciudades por miedo a no poder sobrevivir o simplemente para buscar otras posibilidades en otro lugar. Con la prohibición de los viajes interestatales en autobús o tren, salieron a pie, caminando cientos de kilómetros por carreteras y vías ferroviarias. El espectáculo de las marchas en masa llenó los titulares, dejando al descubierto la fragilidad de la organización urbana para tanta gente. Cuando los gobiernos se vieron forzados a reconocer el éxodo y a poner trenes especiales para posibilitar el deseo de partir, hicieron caso omiso o eludieron sus propias restricciones de confinamiento, y reconocieron la imposibilidad de seguirlas.
En medio de mucha mala gestión por parte de los gobiernos, con marcadas diferencias entre gobiernos locales, provinciales y centrales, ha habido intentos de alimentar a la gente, tomar medidas y compensar los ingresos perdidos. India, Sudáfrica y Brasil han conocido intentos de transferencias de dinero en efectivo a pequeña o gran escala, programas públicos de alimentos y la ampliación de instalaciones sanitarias. La idea y el gesto de proveer bienestar siguen vigentes. Sin embargo, estos actos de planificación no revierten de manera significativa en la vida de la mayoría urbana. Antes del confinamiento las formas de organización de la vida colectiva no constituían la base de la planificación gubernamental y, en cambio, ahora los gobiernos luchan por entrar en esos «mundos de la vida». Por ejemplo, ¿cómo explican los gobiernos la falta de una infraestructura de agua en los asentamientos informales que reconocen solo de manera transversal en condiciones de pandemia pero que no solucionarían bajo su mandato normal? ¿Cómo se pueden hacer transferencias de dinero a trabajadores que no están registrados en ningún sistema formal, en parte debido a unos procesos de precarización y subcontratación supervisados por los mismos gobiernos que ahora hacen gestos para protegerlos? ¿Cómo implementa un gobierno un programa de salud pública eficaz cuando la salud pública nunca fue diseñada ni provista de recursos para atender a la mayoría, o cuando la privatización y la falta de fondos han acosado a los sistemas de salud que se establecieron en unas épocas más democráticas? Aquí, los límites de nuestros imaginarios existentes, los datos, las instituciones y las prácticas quedan al descubierto, y la necesidad de una nueva forma de afrontar la situación resulta urgente.
La vida colectiva
Leer la pandemia a través de la vida colectiva significa mirar más allá de actores e instituciones formales, paisajes legibles, datos cuidadosamente tabulados, y racionalidades económicas lineales. Es reconocer la realidad y el potencial de las formas tácitas en las que la gente se movía, actuaba y se relacionaba para producir resultados urbanos «antes». Son las formas de organizarse de los hogares autoconstruidos, de las unidades domésticas de múltiples generaciones y constituidas por familiares y no familiares, la crianza compartida entre padres no casados y a través de distancias y fronteras; las formas de salir adelante en el ámbito laboral que no tienen nada que ver con el empleo formal sindicalizado pero que, de alguna manera, mueven pequeñas cantidades de dinero; la ocupación de tierras y las conexiones de agua y electricidad ilegales; la falta de inversiones en el medio rural, el partido político, la lucha; las reinversiones en una política de la circulación basada en los nuevos medios, en diferentes estilos urbanos, en evangelismos especulativos, nacionalismos y modos emergentes de autoprotección. Leer la pandemia desde este punto de vista es preguntarse cuál ha sido el efecto de la pandemia en estas interrelaciones, en estas formas de organización, y descubrir cuáles han sobrevivido y cuáles ya no han podido soportar ciertas debilidades o posibilitar nuevos resultados en medio de unas limitaciones profundas y duraderas. Es preguntarse qué nuevas formas, prácticas y acciones han emergido como reordenamientos y qué pueden enseñarnos sobre lo que está sucediendo en y a nuestras ciudades.
No habrá una única respuesta a tales preguntas en las ciudades, y de hecho no habrá ningún mapa ordenado de comunidades espaciales específicas o marcadas por su identidad. En la manera en que la concebimos, la noción de vida colectiva es diferente de la noción de comunidad y no implica ninguna idea de consenso. Más bien queremos enfatizar que lo colectivo es plural y no necesariamente acordado: solo se comparte en sus contradicciones, ambigüedades, multiplicidades y parcialidades. La diversidad es, de hecho, uno de sus recursos centrales. También la densidad, no necesariamente en forma de operaciones residenciales y comerciales altamente compactas, sino en el intercambio y la circulación de personas, materiales y sensibilidades.
¿Qué diría del confinamiento esta lectura de la vida colectiva, de la densidad como socialidad? Cuando se lee desde esta perspectiva, cualquier respuesta a una pandemia capaz de funcionar en el contexto de las condiciones urbanas del sur tendría que buscar una escala relevante de aislamiento y una noción de «distanciamiento» que tuviera en cuenta las maneras de hacer propias de la mayoría urbana. Hogares, oficinas, compañías y empresas no serían entonces los términos de una respuesta. En cambio, estarían en juego una geografía y un imaginario social más amplios: la calle, la cocina comunitaria, la parada de taxis, el vertedero, el mercado, la vigilancia de barrio, la cola para el cobro de transferencias de dinero y el suministro de agua. Las nuevas formas de organizarse se volverían visibles y podrían utilizarse como prácticas que pueden intercambiarse. Las cuarentenas comunitarias, «acupunturadas» en estos paisajes por las mismas manos que las construyeron en primer lugar, la vigilancia de barrio llevada a cabo por los vecinos y el aislamiento de las personas vulnerables como los mayores son, en los espacios colectivos, ideas que surgen de la escucha de las formas de vida colectiva ya existentes y que dan lecciones para conformar el «después» de la covid-19. Las instituciones locales, como escuelas, mezquitas, iglesias y centros comunitarios, pueden encontrar nuevos usos en condiciones de pandemia porque tienen la capacidad de leer una amplia gama de necesidades y aspiraciones locales y, por lo tanto, pueden actuar como nodos de intervención polifacéticos. Además, en algunos barrios, los residentes están tan acostumbrados a los detalles de las maneras de hacer en el ámbito doméstico, las ocupaciones, y la movilidad, tan habituados a fijarse siempre en lo que hace todo el mundo, que esto parece posibilitar una coreografía complicada que les permite adaptarse a las nuevas condiciones sin organización o deliberación explícitas. Estos ejemplos señalan la capacidad de poder movilizar ideas y planificación, recursos y respuestas, según los proyectos de la vida y reorganización de los menos pensados o negados, incluso cuando esos mundos y experiencias conforman la mayoría. El hecho de que Dharavi, una de las zonas construidas más densas del mundo, esté emergiendo más como un ejemplo de resiliencia que de vulnerabilidad es precisamente una coreografía de ese tipo. Esto es también una especie de densidad —de interconexión, de historias conjuntas y maneras de salir adelante, de los instintos de la vida colectiva—, y tal vez sea un recurso más duradero que las respuestas épicas, las soluciones tecnológicas o la acción institucional a gran escala.
La vida colectiva es el concepto que solemos usar para pensar, nombrar y reflexionar sobre esas formas de organización urbanas, que describen conformaciones que están siempre en gestación, siempre cambiando, pero que pueden ser identificadas y llegar a ser objeto de nuestra reflexión y nuestra orientación. Entendemos que es importante prestar atención a estos procesos mientras se van transformando a través de la pandemia, e identificar los nuevos modos y formas de vida colectiva que están emergiendo en sus olas, en su estela. Hacerlo no significa que uno rechace el imperativo de actuar y responder a la pandemia «a escala». Por el contrario, confirma que las medidas políticas, los esfuerzos de asistencia y las prácticas de respuesta que sostendrán y posibilitarán de manera significativa la recuperación serán aquellos que estén basados en modos de vida colectiva existentes y emergentes. Así pues, tenemos que comenzar por fijarnos en estos modos, rechazar el reclamo de lo épico y volver al realismo urbano de la mayoría.
Gautam Bhan es profesor en el Instituto Indio de Asentamientos Humanos en Bangalore.
Teresa Caldeira es catedrática de Estudios regionales y urbanos en la Universidad de California (Berkeley).
Kelly Gillespie es profesora en el Departamento de Antropología de la Universidad de Western Cape en la Ciudad del Cabo.
AbdouMaliq Simone es Senior Professorial Fellow en la Universidad de Sheffield.
Foto: Huelga de ‘riders’. São Paulo, 1 de Julio de 2020. Autor: Pedro Stropasolas/ Brasil de Fato.
Este artículo fue inicialmente publicado en la revista digital Society + Space.