Mediante una serie de entrevistas a cargos públicos, representantes de empresas tecnológicas y ciudadanos participantes en un experimento de recolección de datos, el documental plantea las principales paradojas que encierra el proyecto de hacer de Ámsterdam una «Ciudad inteligente».
Un grupo de vecinos de Ámsterdam con aptitudes y afinidades tecnológicas diversas se enrola en una prueba piloto. Se trata de un ensayo de participación ciudadana para la recolección y observación de datos que debe convertirlos en «Smart Citizens», colaboradores de una futura «Ciudad inteligente». Esta, según Wikipedia, es una ciudad que utiliza las tecnologías de la información para optimizar los servicios urbanos, reducir costes y disminuir el consumo de recursos y en la que el ciudadano se involucra de manera más activa y eficiente. Cada uno de los participantes del ensayo obtiene un «Smart Citizen Kit», un dispositivo ideado en el Instituto de Arquitectura Avanzada de Cataluña (IAAC, Barcelona) y descrito por sus creadores como una «plataforma de tecnología de código abierto para la participación política de los ciudadanos en urbes más inteligentes». El kit contiene una placa electrónica provista de un procesador Arduino y una serie de sensores que permiten al usuario obtener datos sobre la calidad ambiental, como la temperatura, la humedad, el ruido o la contaminación atmosférica, y compartirlos en la red.
Tomando como punto de partida la ciudad de Ámsterdam y esta experiencia en concreto, el documental Smart City: In search of the Smart Citizen (Ciudad inteligente: en busca del ciudadano inteligente) reflexiona sobre la implementación de las «Smart Cities» desde la neutralidad, sin posicionarse al respecto y planteando cuestiones de modo más implícito que explícito. A lo largo de una hora de largometraje, se suceden entrevistas en las que varios agentes involucrados en este modelo urbano plantean algunas de sus paradojas. Autoridades entusiastas, fabricantes de dispositivos y sistemas «smart», ciudadanos participantes en el experimento, activistas, hackers o gente ajena a las nuevas tecnologías e incluso laboralmente desplazada por ellas ofrecen su testimonio y dibujan un retrato poliédrico y en ocasiones contradictorio de este fenómeno urbano del siglo XXI.
Una de las paradojas planteadas por el largometraje reside en el papel que desempeña la ciudadanía en este proceso de «esmartización» de la ciudad. Si bien experiencias como la descrita por el documental dicen promover la implicación y la participación ciudadana, tal vez haya motivos para el escepticismo respecto al supuesto empoderamiento que otorgan las nuevas tecnologías. Por un lado, la brecha digital, que excluye a cierta parte de la población y que es caricaturizada en el documental por algunos de los participantes, se resume en un comentario de Saskia Müller (directora de proyectos de la iniciativa Amsterdam Smart City), que sostiene que «es paradójico que tratemos de comprender nuestro entorno con tecnología que no comprendemos». Por otro lado, el ciudadano no parece estar del todo presente en los eventos relacionados con la «Smart City» ni en los consorcios público-privados que los promueven. Consorcios que, en cambio, sí suelen contar con las grandes multinacionales tecnológicas, como es el caso del de Ámsterdam, participado por empresas como Cisco Systems, Phillips o la operadora de telecomunicaciones neerlandesa KPN. Si bien la presencia de estas firmas es perfectamente comprensible desde la lógica empresarial, quizás se contradiga con el fervor participativo de los discursos sobre «Smart Citizens». ¿Qué posición habrán tomado estas compañías con respecto a la reciente votación en el Parlamento Europeo sobre la eliminación del roaming y la preservación de la neutralidad de la red? Probablemente no sea la misma que la del propio Tim Berners Lee, uno de los padres de la World Wide Web, que se ha postulado contra la privatización de Internet.
En cierto sentido, la «participación» de los «Smart Citizens» puede equipararse a la implicación requerida a los vecinos en la separación de residuos urbanos, un modelo de participación o, más bien, compromiso ciudadano, a priori bienintencionado del que existen modalidades con diferente grado de implicación ciudadana. Por un lado, un modelo en el que el ciudadano separa selectivamente sus residuos proporcionando materia prima para la industria del reciclaje y abaratando los costes de la concesionaria. Por el otro, un modelo en el que al ciudadano se le compensa económicamente por retornar envases reciclables. En ambos casos, la retribución moral de contribuir a la mejora medioambiental es equivalente; sin embargo, la segunda es más distributiva y tal vez incluso más eficiente. ¿Qué rol se le plantea al ciudadano comprometido en la recolección de datos para la «esmartización» de sus ciudades?
Otra de las paradojas que plantea el documental es la del eterno conflicto entre libertad y seguridad. En efecto, las tecnologías «smart» facilitan peligrosamente el control social tanto del espacio público como del privado. A menudo, las proveedoras de tecnologías urbanas explicitan que su objetivo es la vigilancia de las calles, tal y como lo expresa, en el propio documental, Pim Stevens (director del Programa para las «Smart Citizens» de KPN) cuando sostiene que «La infraestructura básica de las ciudades inteligentes son farolas —con luz, por supuesto—, pero estaría bien que las lámparas pudieran seguir a la gente [...] y que el público sea monitorizado con cámaras y sensores es lo que buscamos». Su colega Bas Boorsma (Cisco Systems) remata estas declaraciones arguyendo que «sería un valor añadido para la policía y para la seguridad de toda la gente que está presente en la plaza». Al preguntársele qué otra aplicación práctica podía tener la monitorización, Stevens responde que tal vez el dueño de un restaurante pueda vender su excedente de costillas de cerdo a un grupo de jóvenes detectados en la zona. Aunque la edición del documental refuerza la apariencia caricaturesca de tales declaraciones, lo cierto es que la vigilancia y el control, ya sea del espacio público como del privado, no son en absoluto cuestiones banales. A diario, los ciudadanos se ven sometidos a ellos, tal y como denuncia el colectivo neerlandés Bits of Freedom, que aparece en el documental explicando las maneras de aumentar la privacidad de nuestras telecomunicaciones. Si bien hay que tener en cuenta que el pretender mantener la intimidad de nuestra actividad puede ser visto como algo sospechoso.
No se trata de iniciar una retrógrada cruzada antitecnológica, sino de cuestionar a qué ideología queremos que esta obedezca, a quién beneficia y qué modelo de ciudad ofrece. El modelo de ciudad inteligente planteada desde un presente ideal despojado de cualquier «imperfección» para alcanzar un futuro idílico o el modelo de ciudad común en que la «eficiencia» con la que el ciudadano se implica en ella se mide con parámetros mucho más amplios que los cuantificados por un sensor.