El espacio público es el que mantiene con vida una ciudad, afirma Ibelings, y la pandemia pone de relieve cuán de importante es para nuestra vida social. El confinamiento nos ha robado aquellos encuentros casuales en el espacio público y aquella parte de nuestra vida social que sencillamente tiene lugar cada día de forma no prevista, accidental, y sin que prestemos demasiada atención a ello: el placer de la proximidad anónima con otra gente, las pequeñas conversaciones casuales, un breve cruce de miradas.
El escritor neerlandés Bas Heijne comentaba no hace mucho que todavía no había leído ningún «artículo de reflexión» sobre la pandemia y el futuro pospandémico que contradijera alguno de los preconceptos de sus autores: «Los antiglobalistas pronto verán cómo el mundo vuelve a ser muy local, los anticapitalistas verán cómo el virus consigue acabar con el neoliberalismo, los que combaten el populismo de repente verán su fin, los comunistas verán cómo surge un nuevo concepto de comunidad. […] No he visto a nadie a quien la pandemia haya hecho cambiar su concepción del mundo.»1
Las palabras de Heijne sirven de advertencia contra el sesgo de confirmación que se encuentra detrás de especulaciones presuntuosas sobre cómo cambiará el mundo con esta pandemia. Yo intento evitar hacer predicciones, y lo diré bien claro aquí mismo: mi sesgo personal es que tengo tendencia a pensar que el espacio público es el que mantiene con vida una ciudad. Y, para mí, la inquietante visión de las calles desiertas durante esta Gran Pandemia pone de relieve hasta qué punto nuestra vida está entrelazada con el espacio público. A pesar de los lamentos del «esto matará aquello», respecto a los teléfonos móviles inteligentes y las redes sociales, que se supone que son tan perjudiciales para la socialización en la vida real, la pandemia demuestra sobre todo cuán esencial es el espacio público para la vida social de mucha gente.
Existe una cierta controversia sobre si el confinamiento y las órdenes de quedarse en casa deberían llamarse distanciamiento físico en vez de distanciamiento social. Pero es evidente que el distanciamiento físico nos desconecta socialmente. Tal vez no tanto de nuestros familiares, amigos y colegas, a los que podemos llamar y videollamar para sustituir el contacto presencial. Más bien el confinamiento nos ha robado aquellos encuentros casuales en el espacio público y aquella parte de nuestra vida social que sencillamente tiene lugar cada día (o, para ser más exactos: tenía lugar) de forma no prevista, accidental, y sin que prestemos demasiada atención a ello: el placer de la proximidad anónima con otra gente, las pequeñas conversaciones casuales, un breve cruce de miradas. En resumen, como dijo el arquitecto Peter Smithson hace más de sesenta años, la «sensación de que eres alguien que vive en algún lugar».2 Tanto si esto demuestra mi sesgo personal como si no, el deseo general de reencuentro después de la pandemia constituye un indicio, en mi opinión, de la necesidad vital de esta fugaz vida colectiva entre edificios.
Ni que decir tiene, que, al igual que en la naturaleza, la vida entre edificios consiste en una variedad de ecosistemas. Los espacios públicos, su diseño y su utilidad, difieren de una cultura a otra, y reciben la influencia de muchos factores, desde el sistema político hasta el clima, y desde las circunstancias sociales hasta las económicas. Además, existen diferencias intrínsecas entre la plaza mayor de un pueblo y una arteria principal de una gran ciudad, entre una calle comercial y un parque de un barrio. Y esto me lleva a otro sesgo personal, la convicción de que existe un europeísmo específico en el espacio público de los pueblos y ciudades europeos. En cualquier lugar del mundo se pueden encontrar dos tipos de espacios públicos urbanos en los extremos opuestos del espectro: por un lado, los oficiales, que suelen ser una plaza monumental, delante de un edificio también monumental, que se utiliza para ocasiones excepcionales; y, por otro lado, una gran cantidad de lugares informales donde la gente se encuentra en cualquier momento, como la esquina de una calle, la acera delante de una hilera de tiendas o un cruce. Europa tiene estos dos tipos de espacios públicos pero en realidad sobresale en una tercera categoría: la de parques, calles, plazas y rincones, pensados con el mismo cuidado y atención en otros lugares reservados para los espacios públicos oficiales, pero que a la vez intencionadamente forman parte de la vida cotidiana. Están bien planificados pero no demasiado bien gestionados o conservados.
Este tercer tipo no aparece en «The Great Empty» (El gran vacío), una sección especial de fotografías que The New York Times publicó a finales de marzo. Aparecían espacios públicos, interiores y exteriores, de todo el mundo, desde Seúl hasta São Paulo, Múnich o Moscú. En todos ellos se echaba en falta completamente o casi la actividad y la vida humana habitual. Estas imágenes transmiten el mensaje ligeramente engañoso de que la Gran Pandemia tiene el mismo impacto en todos sitios. Aunque todos estos espacios públicos se hayan fotografiado vacíos, lo que falta, más allá de la presencia humana, no siempre es lo mismo. Una plaza de la Concorde vacía en París —la portada de la sección del diario— se ve privada de la colectividad del turismo, predominantemente anónima y que solo va una vez en la vida, y del tráfico; mientras que al Alzaia Naviglio Grande de Milán le falta su colectividad específica, mucho más íntima y habitual.
En los lugares en los que no se ha decretado un confinamiento estricto, sino que solo se ha aconsejado quedarse en casa, resulta tranquilizador observar la resiliencia de la humanidad en la reinvención de los espacios sociales, aunque sea con distancias cautelares de un metro y medio o dos metros. Por todas partes se ve gente que reconquista las calles antes invadidas por los coches y recupera las aceras, simplemente para estar con otras personas. Pero, lo que está sucediendo ahora no tiene nada que ver con el proverbial «ballet de las aceras» de Jane Jacobs. Lamentablemente, más bien parece una larga obra de teatro sin argumento, en la línea de la canción de Abba The day before you came (el día antes de que vinieras). En el año 2000, Daniel Kahneman, famoso por su «pensar rápido, pensar despacio», coeditó Choices, Values and Frames. En uno de los capítulos que escribió, «Evaluation by Moments: Past and Future» (Evaluación por momentos: pasado y futuro), Kahneman decía que «las evaluaciones retrospectivas de los episodios afectivos a menudo están muy influidas por el afecto experimentado en momentos singulares, sobre todo el momento en el que el afecto fue más extremo, y el momento final». Dicho de otra manera, eso que él llama efecto «clímax y final» quiere decir que recordamos los episodios por su peor o mejor momento y su final. De hecho, es fácil recordar experiencias singulares y el brusco final de nuestro disfrute despreocupado del espacio público. Mirando hacia atrás, los recuerdos del espacio público tal como lo conocíamos han quedado borrados por los recuerdos de los momentos álgidos y el final del episodio prepandémico, que han eclipsado el valor más profundo del espacio público como entorno donde la vida tiene lugar sin complicaciones.
La situación actual también deja claro que el espacio público por sí solo tiene poco valor sin las conexiones con su ecosistema urbano, el transporte público, las bibliotecas, las escuelas, las oficinas, y, sobre todo, el comercio que lo anima en la calle y que tan fácilmente se da por sentado; tiendas y almacenes, restaurantes, peluquerías, bancos, mercados, bares y cafés. Esto permite entender que un parque es menos atractivo cuando no hay nadie para venderte un café o un helado; que una calle no tiene vida si no hay ningún establecimiento abierto. Cerrar la vida pública tiene un efecto drástico en la economía, pero, a la inversa, cerrar la economía en muchos lugares ha hecho desaparecer el placer mundano de ser alguien en algún lugar.
1. Bas Heijne, «Grote hervormingen? Misschien is deze crisis niet het moment», NRC Handelsblad (Opinie & Debat), 11 de abril de 2020: 4-5.
2. Citado en Forum Maandblad voor architectuur en gebonden kunsten, 7-1959: 199.
3. «The Great Empty», The New York Times, 29 de marzo de 2020.
4. Daniel Kahneman, «Evaluation by Moments: Past and Future», en: Daniel Kahneman, Amos Tversky (eds.), Choices, Values and Frames. Nueva York: Cambridge University Press, 2000:, 693-708: 693.