La pandemia nos obliga a plantearnos problemas de las ciudades que perdurarán después de la crisis, afirma Richard Sennett. En este artículo, el autor analiza temas claves como la oportunidad que la pandemia ofrece a los poderes reguladores, la importancia de encontrar maneras de contrarrestar la fractura cada vez mayor entre una clase media segura y una clase trabajadora expuesta, la necesidad de encontrar el equilibrio entre una ciudad ecológica y una ciudad sana, y de usar la tecnología para reforzar el poder de la comunidad en la ciudad.
En Homo sacer, el filósofo italiano Giorgio Agamben escribe sobre la represión que tiene lugar cuando se declara un estado de excepción. Igual que en los campos de concentración nazis, la vida de las personas se reduce a un mínimo biológico, pero esta reducción puede persistir una vez acabadas las condiciones excepcionales. El sociólogo Alain Touraine ya demostró hace años que las condiciones en tiempo de guerra legitimaron el hecho de que el Estado regulara la vida de la gente incluso después del final de la Segunda Guerra Mundial. Las estructuras de poder explotan las crisis y las utilizan para legitimar un control más amplio.
El pánico permite explotar las crisis. Actualmente muy pocos jóvenes que viven en países ricos tienen la experiencia de la disciplina militar, regida por el principio de que los soldados tenían que mantener la cabeza fría en los momentos difíciles. En el campo de batalla, el pánico es prácticamente sinónimo de muerte. Y actualmente los medios de comunicación están embriagados de pánico, y nos presentan los extremos de la enfermedad y la muerte como un destino inevitable. Cuando hay una buena noticia, por ejemplo el hecho de que los chinos hayan conseguido reducir la propagación del virus, los medios no experimentan la misma fascinación que cuando comparan la pandemia de la COVID 19 con la peste negra del siglo XIV. Es absurdo, pero la comparación fascina. De esta forma, el poder de los medios es útil al Estado en su proyecto normalizador.
No pretendo en absoluto quitar importancia a la pandemia actual, solo digo que se tiene que abordar sin caer en el pánico y que es una «oportunidad», si puede decirse así, que habría que aprovechar.
Las ciudades se enfrentan con la perspectiva siguiente: las normas y la regulación de las ciudades permanecerán más allá de la pandemia. Concretamente, las que rigen el espacio público, dictan la distancia social y dispersan a las multitudes perdurarán incluso hasta después de que se haya descubierto el medicamento para combatir la enfermedad. Solo hay que recordar la historia reciente. Después del 11 de septiembre de 2001, las normas que regían los actos públicos, controlaban el acceso a los edificios y especificaban cómo había que construir edificios a prueba de bomba siguieron vigentes. El «distanciamiento social», que es necesario durante la crisis actual, amenaza con convertirse en norma aplicada por el Gobierno incluso después de que, gracias a una vacuna efectiva, nadie tenga ningún motivo de peso para tener miedo de acercarse a otra persona.
Sin embargo, la pandemia nos obliga a plantearnos problemas de las ciudades que perdurarán después de la crisis. El primero es el aislamiento social, el primo siniestro del distanciamiento social. La pandemia —sobre todo en Europa, desde donde escribo, Londres concretamente— ha hecho que la gente se de cuenta del problema de cómo tratar a un gran número de personas mayores que viven solas. En Londres, un 40% de la gente mayor vive sola. Y en París, un 68%. Ya experimentan el distanciamiento social, y la soledad no aporta nada positivo a su salud, ni física ni mental. En mi opinión, los gobiernos no son capaces de promulgar leyes que pueden resolver la soledad que genera la imposición del distanciamiento social. Más bien es un reto para la sociedad civil urbana, y para superarlo serán necesarios nuevos conceptos de comunidad.
La pandemia también obliga a los urbanistas a repensar la arquitectura de la densidad. La densidad es la razón de ser de las ciudades; la concentración de actividades en una ciudad estimula la actividad económica (por ejemplo, el «efecto aglomeración»); la concentración de personas es un buen principio ecológico para abordar el cambio climático mediante el ahorro de recursos de infraestructura, y la concentración es buena socialmente cuando las personas se exponen a otras personas diferentes en una ciudad densa y diversa. Pero, para evitar o inhibir pandemias futuras, es posible que sea necesario encontrar formas físicas de densidad diferentes que permitan a las personas comunicarse, ver a los vecinos y participar en la vida de la calle aunque estén temporalmente separados. Hace ya tiempo que los chinos encontraron una forma así de flexible con los patios shikumen, y ahora los arquitectos y planificadores deben encontrar su equivalente contemporáneo.
Un problema más complicado de resolver en cuanto a la densidad es el transporte. Las ventajas del transporte público consisten precisamente en agrupar de manera eficiente muchos viajeros al mismo tiempo, pero no es una forma de densificación sana. Por esto, en París y en Bogotá los urbanistas estudian la llamada «ciudad de los quince minutos», donde la gente puede llegar a los nodos densos caminando o en bicicleta en vez de viajar de manera motorizada. Pero para ello sería necesaria una revolución económica para conseguirlo, sobre todo en ciudades en desarrollo, como Bogotá, donde las fábricas se encuentran lejos de los barrios y los asentamientos informales donde viven los trabajadores.
Esto pone de relieve un gran problema: cómo se pueden reconciliar e integrar una ciudad sana y una ciudad verde. A pequeña escala, existen algunos puntos de encuentro obvios —como encontrar la manera de que los pobres no tengan que quemar basuras, lo que contribuye a la contaminación—, pero una relación más amplia entre salud y ecología nos obligará a repensar radicalmente la densidad.
A mi entender, la pandemia es un experimento natural de la desigualdad de clases. Los trabajos que se pueden hacer desde casa son, generalmente, trabajos de clase media, pero no es posible recoger las basuras, reparar una tubería o prestar muchos otros servicios en línea. Si la pandemia actual deja una huella duradera en el mundo obrero, me temo que será una huella que hará todavía más grande la brecha entre el trabajo manual y el trabajo intelectual, y la clase trabajadora quedará mucho más expuesta a unas condiciones de trabajo potencialmente poco saludables.
Dicho esto, la pandemia podría, por otra parte, humanizar el uso de la tecnología punta en las ciudades. Todos los modelos de «ciudad inteligente» de hace una generación tenían que ver con la regulación y el control: el Estado en línea. Lo que vemos que surge en esta pandemia son buenos programas y protocolos que crean comunidad. Me impresiona especialmente la cantidad de redes de atención mutua que surgen en Londres en comunidades como la mía, que es muy diversa pero que, hasta ahora, no se parecía demasiado a una comunidad.
En resumen, en estos momentos debemos temer la oportunidad que la pandemia ofrece a los poderes reguladores, rechazar el escenario de pánico que plantean los medios de comunicación, encontrar maneras de contrarrestar la fractura cada vez mayor entre una clase media segura y una clase trabajadora expuesta, buscar maneras de diversidad que puedan fusionar una ciudad ecológica con una ciudad sana y utilizar la tecnología para reforzar el poder de la comunidad en la ciudad.
Este artículo fue inicialmente publicado en francés en AOC media.