Conferencia leída durante el Ciclo de Conferencias "Archipiélago de Excepciones. Soberanías de la Extraterritorialidad" CCCB 10-11 de Noviembre de 2005
Si hay un lugar que recoja la intensidad de las diferencias entre Oriente y Occidente y entre Norte y Sur en un solo espacio, no hay duda de que corresponde a los países que se bañan en el Mediterráneo. En los últimos años el contraste en sus orillas se ha hecho todavía más evidente por la presión migratoria a las puertas de Europa. El cierre de las fronteras europeas, celosamente vigiladas, provoca incesantes muertes y compromete principios de Derechos Humanos. Este fracaso invita a la reflexión: tales medidas, lejos de frenar la inmigración clandestina, han favorecido las redes de tráfico humano y han dejado a los inmigrantes en una situación humanamente inaceptable. Para una Europa que envejece, los inmigrantes son considerados una amenaza. Un drama de cuyas posibles soluciones nadie quiere hacerse responsable.
La inmigración se ha convertido en un fenómeno políticamente rentable y, como tal, susceptible de ser utilizado convenientemente según interese a unos y a otros. Pero lo cierto es que mientras el debate político en Europa y en España por la búsqueda de soluciones no ha hecho más que empezar, las únicas medidas que avanzan son las que anuncian un mayor control, incluyendo el empleo sistemático de la violencia. Sólo así se puede entender la terrible situación que viven los inmigrantes subsaharianos (ISS) en las zonas fronterizas de Ceuta y Melilla, don-de uno de cada cuatro es víctima de la violencia. Una violencia que emplean, de forma sistemática, las mismas autoridades que precisamente deberían garantizar su seguridad y protección, a pesar de la clandestinidad en la que se encuentran.
Pese a que, históricamente, España y Marruecos han sido dos países generadores de emigración y de tránsito, en la última década han pasado a convertirse en países de acogida para miles de inmigrantes subsaharianos.1 El caso de Marruecos, concretamente, se caracteriza actualmente por un doble proceso: genera emigrantes entre su población, a la vez que se consolida como un país de acogida para los que vienen de países situados más al sur.
Víctimas de la violencia
A nadie le resulta ya ajeno el drama humano que representa diariamente el fenómeno de la inmigración en el área mediterránea, ni las cifras estremecedoras de muertes que aumentan continuamente. Un drama al que nos hemos ido acostumbrando, pero cuyo telón de fondo, teñido de violencia, coacciones, exclusión y explotación, se erige como uno de los episodios más inquietantes de la actualidad.Se trata de un fenómeno caracterizado por la aplicación de medidas extremada-mente violentas, que aparecen tanto en las políticas de control de fronteras nacionales como en la estrategia de cierre de las fronteras europeas, o bien están vincula-das a intereses económicos de las redes de tráfico de personas o de las bandas de delincuentes comunes.
Aunque resulte difícil hacer una evaluación precisa de la magnitud de este drama, se estima que el número de víctimas mortales registradas en las costas españolas y marroquíes en la última década es de unas 6.300 personas (oficialmente sólo han sido reportadas 1.400 muertes). Sólo en el año 2004 murieron 289 personas en territorio marroquí y español (Ceuta y Melilla incluidas). Pero, lejos de los registros oficia-les, este número se duplica –como mínimo– si le sumamos las muertes que se producen durante el periplo que estos inmigrantes llevan a cabo por los países de tránsito norteafricanos y del Sahel para llegar a la costa mediterránea. Se desconoce su número.
El aumento imparable del fenómeno migratorio se ve acompañado de una escalada del grado de violencia con motivo de la aplicación de las medidas destinadas a su control. La práctica de torturas y de tratos inhumanos y degradantes aumenta el sufrimiento y la marginalización de unas personas que, buscando una vida mejor, quedan expuestas a unas condiciones de subsistencia y de precariedad extremas. Esta población, que con frecuencia los poderes públicos intentan mantener oculta a la vista de la opinión pública, malvive abandonada a su suerte y depende de la ayuda temporal que le prestan algunas organizaciones.
Esta situación nos demuestra que la violencia sobre poblaciones desprotegidas no es exclusiva de lugares en conflicto. Ésta fue la principal razón por la que Médicos Sin Fronteras (MSF) decidió intervenir, desafiando la lógica que justifica la desaparición precoz –y en la mayoría de los casos evitable– de este colectivo a las puertas del sueño europeo. Después de haber realizado algo más de 10.000 consultas en los últimos dos años, los resultados sobre la salud de los inmigrantes clandestinos revelan que para mantener una hipotética seguridad en el interior de nuestras islas de bienestar estamos dispuestos a tolerar unos niveles inaceptables de deterioro de la dignidad humana.
La intervención de los equipos de MSF, cuyos resultados se han recogido en un informe2 publicado y remitido a las autoridades responsables en Marruecos, España y la Unión Europea, se ha centrado en el tratamiento y prevención de patologías infecciosas y con potencial epidémico. Nuestros médicos ofrecen tratamiento curativo y preventivo a los grupos de inmigrantes más vulnerables (prioritariamente mujeres embarazadas y niños) y refieren casos a los programas marroquíes de salud materno-infantil, programa ampliado de vacunación, programa nacional de lucha contra el SIDA y la tuberculosis, programas de salud sexual y reproductiva y de planificación familiar, entre otros.
No obstante, la principal causa por la que los pacientes acuden a las consultas de MSF es la necesidad de tratamiento para curar lesiones, traumatismos graves y secuelas producidas como consecuencia directa o indirecta de la violencia. Las estadísticas elaboradas a partir de los casos registrados por nuestros equipos hablan por sí solas, arrojando cifras alarmantes sobre la violencia ejercida contra este colectivo, mayoritariamente de origen subsahariano.3
Patologías y consultas de MSF más frecuentes con ISS (marzo 2003-mayo 2005)
De los relatos recogidos por equipos médicos sobre el terreno, se deducen diferentes modelos y patrones de violencia, cuyas secuelas físicas van desde traumatismos graves causados por caídas desde las vallas de separación fronterizas o durante la huida de persecuciones por parte de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad marroquíes, hasta heridas de bala, pasando por palizas, acosos con perros, incluso casos de muerte y de violencia sexual.
Muchos de los inmigrantes subsaharianos que presentan estos signos y secuelas aseguran que sus autores son agentes institucionales o gubernamentales de Marruecos y España. Miembros de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad (FS) marroquíes y de la Guardia Civil en Ceuta y Melilla hacen un uso excesivo de la fuerza, acompañada de humillaciones y actos de ensañamiento, durante detenciones y persecuciones. Algunas agresiones se atribuyen a las redes de tráfico de personas, que se caracterizan por la aplicación de una disciplina férrea y de terror, con ajustes de cuentas, desapariciones y torturas entre sus prácticas habituales.
Agentes y causas de violencia en inmigrantes subsaharianos
delincuentes
redes
accidental
fuerzas de seguridad marroquíes
fuerzas de seguridad españolas
otros
0 % 1 0 % 2 0 % 3 0 % 4 0 % 5 0 % 6 0 %
El número de secuelas de violencia detectadas en adultos varía en función del acceso y del período del año en que se realizan, pero existe una correlación entre dichas secuelas y la mayor o menor presión ejercida por los distintos Cuerpos y Fuerzas de Seguridad.
Como consecuencia de la espiral de violencia en la que se ven inmersos los inmigrantes subsaharianos, observamos también un claro deterioro de su salud mental. Entre otros, encontramos síntomas depresivos, obsesivos, casos de ansiedad e irritabilidad, agravados por la sensación de desarraigo, la falta de expectativas de éxito y la pérdida de su capacidad de elección.
Pero la violencia no termina en el intento de cruzar la valla. La voluntad de los poderes públicos de silenciar y ocultar este drama ha desarrollado una práctica por la que a los inmigrantes, una vez detenidos, se les abandona en la frontera marroquí-argelina.
La «tierra de nadie»
Esta zona es un área semidesértica sin agua, alimentos o cobijo. Las variaciones térmicas a las que se ven sometidos los inmigrantes son extremas y oscilan entre los –6 ºC en invierno y los 43 ºC en verano. Además, esta zona fronteriza se caracteriza por el tráfico de personas y mercancías, así como por la presencia de bandas criminales marroquíes, argelinas y nigerianas, que no dudan a la hora de agredir a los inmigrantes para despojarles de los únicos bienes que han conseguido conservar tras su detención. En algunos testimonios recogidos, la situación se agrava con la presencia de enfermedades o lesiones graves.ERN, un camerunés de 29 años, soltero y padre de un niño de cuatro años, dejó su país en mayo de 2002 para intentar reunirse con su hermano en Francia. Las condiciones del viaje y su estado inmunológico (ERN es portador del VIH/SIDA) hicieron que durante el invierno de 2003 contrajera una tuberculosis pulmonar. Tras iniciar el tratamiento de ambas enfermedades, a pesar de las dificultades ligadas a su situación de clandestinidad, se produce una clara mejoría. El 20 de abril de 2004, ERN fue detenido por las FS marroquíes duran-te una redada en Bel Younech y fue conducido a la comisaría de Tetuán, donde permaneció detenido 24 horas sin comida ni bebida. A pesar de los esfuerzos del equipo de MSF para garantizar la continuación de los tratamientos de ambas enfermedades, ERN fue reconducido a la frontera marroquí-argelina y posteriormente abandonado, sin agua ni alimentos. Con un estado de salud gravemente deteriorado, intentó regresar a Oujda, donde fue localizado por MSF, tras haber sido víctima del ataque de unos bandidos. Desde allí fue evacuado por MSF al servicio de enfermedades infecciosas a un hospital de Casablanca. Nueve meses después (17.01.2005), ERN se vio envuelto en una segunda detención, volviendo de nuevo a Tetuán. A pesar de las numerosas gestiones llevadas a cabo por el equipo de MSF, el resultado fue el mismo: ERN fue trasladado desde el Hospital Ben Harrich de Tetuán a la frontera marroquí-argelina, y por segunda vez abandonado en pleno invierno, sin alimentos, sin comida y con una salud muy precaria, en medio del desierto.
Lo más paradójico es que la violencia ha ido en aumento a pesar de que el número de inmigrantes que arriesgan su vida en estas fronteras ni es significativo –comparado con las cifras de inmigración irregular registradas en España– ni ha crecido sustancialmente en los últimos años.
En el año 2005 estaban empadronados en España 3.700.000 inmigrantes. Algo más del 8% de la población total. De éstos, 492.000 son de Ecuador. En cambio, trece países de África subsahariana suman un total de 140.000 empadronados. Así, un solo país representa 3,5 veces más que trece de los países más pobres del mundo. Es probable que se argumente, y no sin razón, que la afinidad cultural y una lengua común favorecen esta inmigración. No es el caso de Rumanía, por citar otro ejemplo, más cercano geográficamente, pero que ya no presenta los mismos lazos de afinidad histórica y cultural, y que con sus 308.000 nacionales empadronados, tiene el doble que esos mismos trece países de África subsahariana.
La realidad es que los inmigrantes africanos en España apenas representan un 3% del total de inmigrantes de otros países. La presencia de población inmigrante subsahariana asentada en España es, pues, insignificante y la presión migratoria en las fronteras de Ceuta y Melilla, en el cómputo global del año, se reduce significativa-mente. ¿Cómo explicar entonces la brutal represión que cada mes deja un número inquietante de muertos y cientos de heridos a ambos lados de las vallas fronterizas?
¿Se debe considerar a la población inmigrante subsahariana tan potencialmente peligrosa para la seguridad del país para justificar una violencia de estas características?
El debate sobre la inmigración y las posibles consecuencias que genera en el ámbito económico, social y político es probablemente interminable. Está lleno de numerosas variables y condicionado por intereses que en muchas ocasiones complican aún más la difícil ecuación para hacerle frente de una manera razonable. Pero lo cierto es que si la inmigración, en general, abre un debate de fronteras difusas, allá donde el límite entre Norte y Sur se hace evidente y la fractura es más grande, la realidad nos muestra su cara más cruda y define también los límites a los que se debe llegar mientras no seamos capaces de encontrar otro tipo de soluciones.
Sobre la base de los valores de tolerancia y respeto por los Derechos Humanos en los que nos sentimos tan firmemente instalados en nuestra sociedad europea, se hace muy difícil concebir que la mejor manera de buscar una solución al problema de la situación de los miles de inmigrantes que llegan a nuestras fronteras huyendo de la miseria, el temor o la persecución sea la violencia y un tratamiento inhumano que les despoja de toda dignidad. Lo malo es que la situación que denunciamos ni es nueva, ni parece que con medidas que únicamente buscan un mayor control estemos dando pasos en el buen sentido.
Desde la demagogia, o desde la voluntad de salir de un atolladero para el que hoy por hoy no hay respuesta, se empiezan a apuntar, en cambio, soluciones genéricas por la vía de aliviar el sufrimiento de esta gente que tiene que huir. Se avanza poco, no obstante, en el análisis de las causas.
No hay nadie que se pueda cuestionar a estas alturas a qué vienen y qué pretenden los inmigrantes que, para poder alcanzar nuestras fronteras, realizan un trayecto de años en algunos casos, atravesando un desierto inhóspito y haciendo frente a mafias, traficantes humanos y a condiciones absolutamente adversas de alimentación, salud y cansancio que ponen al límite a un ser humano.
Mientras el flujo constante de inmigrantes sigue llegando, en pequeñas o grandes cantidades, las políticas públicas proponen movilizar recursos largamente prometidos y constantemente incumplidos en torno a políticas de cooperación y desarrollo a largo plazo. En cierto sentido, podríamos entender que los gobiernos hayan encontrado una razón válida para acabar con este flujo de inmigración en el cumplimiento de asignar el 0,7 del PIB a la cooperación. Pero lo cierto es que el camino para llegar es largo y, hasta hoy, no todos los pasos parecen darse en el buen sentido. Puede que estas soluciones sean efectivamente un alivio, pero fundamentalmente lo son para nosotros, los que no podemos soportar que toda esta violencia ocurra a las puertas de nuestras fronteras. Eso es lo malo, que Occidente se instala demasiado confortablemente en sus promesas, pero mientras esperamos el fruto de sus resultados, la única solución que se nos ocurre es similar a la que aplicamos a nuestras viviendas privadas, marcar los límites de la propiedad construyendo una valla, de forma que el vecino incómodo se queda en las puertas.
¿De qué huyen los que huyen?
Una buena manera de empezar a enfocar las soluciones es reflexionar sobre la naturaleza de la huida. Echemos un vistazo por encima de la valla. Si la alarma social se ha generado frente al temor de responder a qué vienen, averigüemos de qué huyen.Estamos hablando de un colectivo, el de inmigrantes clandestinos subsaharianos, que tiene múltiples razones para arriesgar su vida en esta frontera. Desde un punto de vista humanitario, una gran parte de los países de donde huyen son lugares en conflicto o de violencia latente (Ruanda, Burundi, Congo, Uganda, Sudán, Costa de Marfil, Sierra Leona, Liberia, Guinea-Conakry...). Todos estos países siguen manteniendo conflictos en el interior de sus fronteras. En algunos, la situación de violencia y desplazamiento es generalizada, y en otros, afecta a grandes áreas de población. La violencia, el terror practicado sistemáticamente sobre los civiles, es una de las principales causas de huida.
La guerra, no obstante, no es la única razón por la que esta gente huye. La desaparición de una parte importante de la humanidad en África pasa, no tanto por el uso o no de la violencia, como por la diferencia entre violencia abierta o violencia encubierta, integrada en la construcción de un nuevo orden político. Desde el punto de vista de destrucción de vidas humanas, el bombardeo y acoso a una población civil puede compararse con la negligencia de enviar medicamentos eficaces que existen y comida a poblaciones que de otra manera morirán.
Contrariamente a la agenda política internacional, y aún siendo un contexto enormemente complejo, no parece lógico que Iraq, a pesar de los desastres de la intervención, sea quien ocupe el primer puesto en un hipotético ranking del sufrimiento humano. Si medimos en términos de vidas humanas en riesgo, el SIDA o la falta de alimentos afectan a un número incomparablemente mayor de personas, cuya vida está en peligro, sin que haya atisbos de una coalición internacional dispuesta a intervenir rápidamente.
Las guerras del siglo xx han matado a decenas de millones de personas. En el siglo xxi sólo el SIDA ha matado al menos a diez veces más personas que las guerras. Sin embargo, a pesar de que los primeros tratamientos anti-retrovirales para hacer frente a esta enfermedad existen desde los años 90, siguen siendo inaccesibles para la mayoría de los pacientes que sufren las consecuencias de esta enfermedad en África.
Y el SIDA supone sólo una parte de las muertes evitables por enfermedades infecciosas. La tuberculosis, la malaria o enfermedades completamente olvidadas matan cada año a millones de personas. Según el informe de la Organización Mundial de la Salud del año 2000, catorce millones de personas murieron por estas causas sólo en un año. El fracaso de una respuesta adecuada no es principalmente un fallo de la industria farmacéutica, sino de la falta de una responsabilidad pública para hacer frente a los problemas globales que amenazan no sólo a un país o a Occidente en general, sino al concepto de humanidad global.
La subalimentación es otro de los factores importantes con los que habitualmente se juega con promesas de futuro en lugar de hacer frente a la necesidad de alimentar y no desperdiciar los excedentes de comida. Hace ya muchos años, en 1974, el informe del Programa de Alimentación Mundial de Naciones Unidas acababa con una frase ilusoria: «en seis años no habrá hombre, mujer o niño que se vaya a la cama con el vientre vacío». Aquella promesa resultó lo contrario, el número de des-nutridos no hizo más que aumentar. Los Objetivos del Milenio prometen ahora resultados similares a los prometidos entonces, pero para el año 2015. Se ha retrasado, aunque desgraciadamente la promesa será igualmente falsa.
Conflictos, falta de alimentos, enfermedades infecciosas... Todos estos factores confluyen en África, y a pesar de las promesas de cooperación que auguran un futuro donde se vaya a erradicar la pobreza, la guerra o la enfermedad, deberíamos reflexionar sobre si verdaderamente estamos dando pasos en el buen sentido o si buscamos principalmente un alivio a nuestras conciencias. Todas estas promesas, lejos de cumplirse, reflejan el fracaso de continuar con políticas de cooperación tradicional, en lugar de proponer un proyecto global ambicioso que haga frente a los principales problemas. El mundo global no tiene capacidad para hacer frente a las con-secuencias de las decisiones globales. De esta manera, podemos acabar un mundo dentro del mundo, que excluya a una buena parte de la humanidad y que proponga la libre circulación de bienes y capital para el resto.
Mientras se globalizan los transportes, la comunicación y el comercio, las decisiones que afectan a la mayoría de la población mundial se toman lejos de los lugares donde se registran sus peores consecuencias. Imaginemos qué ocurriría si las principales víctimas de las decisiones de la Organización Mundial de Comercio o del Banco Mundial se cobraran diariamente cientos de miles de vidas en el corazón de Manhattan, en Barcelona, Roma o París. ¿Nos conformaríamos entonces con promesas a largo plazo?
Y es precisamente ahí donde las organizaciones de ámbito internacional nos hemos hecho un espacio. Pero ni somos responsables, ni estamos capacitados para dar res-puesta política a las grandes crisis. Las ONG nos hemos convertido en los principales actores que deben lidiar con las consecuencias negativas del mundo globalizado. Pero debemos ser muy cautos y no caer en un modelo que promueva un Estado que no asuma sus responsabilidades. Asumir que nuestra acción tiene muchos límites y que fundamentalmente no está para dar respuestas sino para cuestionar, para formular las preguntas, significa confrontar con los poderes y recordarles cuál es su responsabilidad.
Nuestra legitimidad parte de la acción y su influencia en la opinión publica. A través de las asociaciones, de las organizaciones, donde el interés individual que nace de la indignación, del interés particular y de la experiencia puede transformarse en un sentido de interés público. Dicho de otra manera, tenemos una responsabilidad: no ser cómplices del olvido y la negligencia política que generan millones de víctimas. Tienen que ser los Estados quienes aporten las respuestas, y ni queremos ni podemos disputarles esa responsabilidad.
A partir de Ceuta y Melilla, de la violencia completamente injustificada de la que somos testigos a través de nuestra modesta asistencia a las víctimas, nos preguntamos lo siguiente: ¿podemos garantizar la seguridad de un mundo globalizado únicamente preservando ciertos espacios de privilegio?
Es evidente que el modelo occidental se basa en la capacidad de pasear por nuestras ciudades incluso de noche, poder disfrutar de una oferta cultural de ocio y de forma de vida lejos de peligros que pongan a riesgo nuestras vidas, pero ¿hasta qué punto es coherente poner una valla para alejar al vecino incómodo? Cuando las calles de París arden de odio e ira, cansadas de políticas consciente o inconscientemente racistas, deberíamos pensar que no arden únicamente en Saint Denis o en otros barrios periféricos de las ciudades francesas, sino que empiezan a arder con el trato inhumano que dispensamos construyendo una valla y defendiéndola con violencia frente a quien intenta huir de la miseria y el terror.
Un paseo por la historia nos puede recordar además que ni la muralla china pudo frenar a Gengis Khan, ni la línea Maginot impidió entrar a Hitler en Francia. Luego, en la Alemania dividida, la verja acabó siendo insuficiente y se convirtió en un muro, pero en este caso también se demostró que la voluntad de encontrar soluciones políticas fue mucho más eficaz que las medidas de contención y violencia que pretendían crear un archipiélago de excepción.
Notas
1. El número de inmigrantes en situación irregular en Marruecos es muy impreciso, pudiendo situarse entre 6.000 y 15.000 personas, según la fuente consultada. La condición de clandestinidad de los inmigrantes subsaharianos y la volatilidad de esta población hace imposible tener cifras fiables. Como dato orientativo, sólo en la provincia de Laayoune se detuvo a unos 4.000 inmigrantes subsaharianos duran-te 2004.2. La mayoría de los datos que se incluyen provienen del mencionado informe; no obstante, el texto completo «Violencia e inmigración: Informe sobre la inmigración de origen subsahariano en situación irregular en Marruecos», Médicos Sin Fronteras, puede consultarse en: <http://www.msf.es>.
3. Las nacionalidades más representadas son: Nigeria, Mali, Guinea-Conakry, Camerún y Senegal.